4. PICASSO Y LORCA
En general, la serie de los clowns no muestra una gran variedad iconográfica; los modelos suelen aparecer repetidos con la modificación de algún atributo, afirmándose desde 1924 cuando traza Payaso con copa en la mano, de la colección Romero Gómez de Granada, de marcado «ingenuis- mo» y un cierto infantilismo en la composición pero que significa el punto de partida de una larga serie de figuras «clownistas» que irán madurando para convertirse en complejos y metafóricos discursos iconográficos. Aparece por primera vez el cristológico / dionisiaco atributo de la copa en la mano derecha, dominado todo por un suave tono pastel, hasta su definición en 1926, donde abundan payasos asociados al tradicional mundo del circo o se representan como músicos con sus propios instrumentos, ya sea una pandereta, guitarra o el nostálgico acordeón. Tanto unos como otros suelen derivar de la tradición simbolista francesa que sería recogida acertadamente por el Picasso «rosa» y «azul». Así Payaso sobre la pista de circo (1925) es mostrado en plena faena circense junto a otras dos pequeñas figuras también a modo de clowns que están al fondo junto a un trapecio. Tanto éste como el Payaso del guante (1925) tienen una común característica, y es la curiosa ocultación de su mano derecha con un grueso guante, cuya atribución podría tener un carácter meramente anecdótico que lo hiciese identificador del propio poeta; esto puede ser corroborado al observar la explicación que Lorca da a Ana María Dalí en algunas de sus cartas; en 1925 le escribía: «¿Te acuerdas como te reías al verme los guantes rotos el día que íbamos a naufragar?», y en otra misiva: «Es muy bonito lo que me dices de mis pobrecitos guantes... (que eran prestados para poder presumir en tu casa), muy bonito. / En los guantes y en los sombreros está toda la personalidad cuando se ha usado y ‘empapado’. Dame un guante y diré el carácter de su dueño..»31. Ambos dibujos datan del mismo año que las cartas, y aparecen como modernos elementos presentes en otras obras literarias, así en Poeta en Nueva York, en el comienzo de «Noc- turno del hueco» dice: «Para ver que todo se ha ido, / para ver los huecos y vestidos, /¡dame tu guante de luna, / tu otro guante perdido en la hierba, / amor mío!»32. Tal vez el guante represente el fantasma de una mano, como fijo testimonio de los tiempos cuya concavidad para introducir los dedos, el pasado se refugia33.
Pese a la evidente y carente soltura técnica de estos primeros dibujos «clownistas», Payaso sobre pista de circo desprende una quietud lírica que lo hace más triste, tal vez, demasiado melancólico, cuya exagerada gorguera azul que rodea el ampuloso cuello, lo asemeja al Payaso del guante. In- siste nuevamente en la imagen del guante, realizado con suave ejecución, pero lo saca del mundo circense para introducirlo en el «báquico / cristiano» elemento de la copa, junto a una pequeña
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fruta color rojo. Se aproxima a una interpretación formal del bodegón postimpresionista, asociado a estos hombres «débiles» que lo aleja de la transgresión impresa por algunos pintores del XIX, como los habituales bebedores de ajenjo; además el ademán en ese intento de coger la copa lo hace todavía más inverosímil, ya que la dificultad que supondría mantenerla en la mano disfraza- da con el guante, lo imposibilitaría beber dando un motivo más de castración al no poder ingerir el preciado licor. Es una composición equilibrada que busca su contrapunto precisamente en los atributos bodegonistas que se representan delante de la figura, que a diferencia del anterior, los únicos elementos que producen un cierto desequilibrio son los otros dos payasos del fondo aso- ciados al trapecio. Destacamos también, Claro de circo (1927), de mayor complejidad en cuanto a realización e iconografía, porque si bien vuelve aparecer el payaso, lo hace de manera secunda- ria, delante de un visible circo ambulante. La protagonista es una figura femenina de un marcado expresionismo en la concepción del rostro, equiparable al desaparecido dibujo La musa de Berlín (ambos expuestos en Dalmau). Estos dibujos de clowns desprenden el estigma picassiano, no sólo
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por la iconografía, sino porque la composición y forma de los mismos homenajean sin remilgos al malagueño, buscando el máximo rendimiento con pocos elementos reservados. No es una coin- cidencia que Picasso también expusiera en las galerías Dalmau algunos años antes (1912), donde reunió una serie de obras de su etapa «azul», cuyo marcado esteticismo tuvo que ver bastante con todo este mundo de acendrada melancolía, tan cercana a la plástica del «noucentisme» catalán, participando en el «Almanaque de los noucentistas», quizá, por la influencia de Eugenio d ́Ors34.
Picasso «azul» será definitivo en la codificación temática del clown lorquiano, no sólo por la forma que venía dada y el predominio del color que define esta etapa, sino por las actitudes dolientes y sufridas de la mayor parte de sus personajes. La forma de sus alargadas figuras que recuerdan a las del Greco, contribuye especialmente al propósito de la emotividad. Sobriedad y dramatismo, un mundo de seres resignados y lastimosos que parecen soportar su situación con una fatalidad implacable. Observando la obra de estos años es evidente que Picasso fue seducido en un primer momento por la imagen pictórica y literaria del payaso-víctima, alejándose de la codificación del saltimbanqui «dandi» de Baudelaire. Se acerca más a la idea del arlequín trágico que proclama Apollinaire, cuya vinculación con el reino de la muerte, no es sino la anticipación alegórica que anuncia «la verdadera consumación del amor»; una conexión vindicada también por María Zam- brano, que lo une metafísicamente al doloroso mundo lorquiano.35 Pintura sobria, penetrante e intencionadamente expresiva que continuará en su etapa «rosa», precedida por el conocimiento que le proporcionarán los «fauves». Se aparta de una actitud dramática, para acercarse a otra más dinámica y alegre, donde el predominio de las escenas de circo se hace preponderante, aunque ahora las figuras aparezcan plácidas y serenas36.
Antes de pintar Las señoritas de Avinyó (1907), Picasso se había mantenido al margen de las corrientes vanguardistas. Cuando llega a París en 1901, no se dejó cautivar por los brillantes co- lores de los impresionistas; y Cezanne hasta 1904, era casi un desconocido para él. En cambio, le interesa Degas por su inquieta búsqueda plástico-dibujística y, mucho más, Toulouse-Lautrec por su penetrante espíritu de crítica social; pero quizá más que nadie le gusta Puvis de Chavannes por su clasicismo elegíaco y por la gran serenidad de sus grandes obras ornamentales en las com- posiciones en las que volatineros y saltimbanquis son los protagonistas de las pinturas de estos años, haciéndose eco de esa referencia a la iconografía clásica, a la vez que ponen de manifiesto la búsqueda de una modernidad sin paliativos37. Pondrá su poderoso talento al servicio de los pobres, pintará grandes cuadros para exaltar la nobleza, e incluso, su belleza; cantará así su desprecio de hidalgo vergonzante por la fealdad moral de la rica burguesía. Por razones ideológicas más que estéticas rechazaba, por burgueses, los pequeños placeres del impresionismo y lo pintaba todo azul o rosa, convirtiéndolo en un hecho intelectual. Señala a la familia en el centro de sus composicio- nes, que bajo la escenografía del mundo del circo se convierte en el símbolo del aislamiento, la incomunicación y el sufrimiento humano; así compondrá Los saltimbanquis (1905), que resume por sí sola todo el espíritu de esta época, después de una gran cantidad de aproximaciones a través de bocetos y dibujos38.
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Pero la relación Lorca-Picasso no debemos reducirla a lo meramente estético, hay que señalar otros motivos, como el hecho de que los dos conocieron una Andalucía degradada, postergada, aunque no exenta de humanidad, y a ambos esta visión de la tierra pobre les afectó profundamente y les hizo reaccionar a favor de ella. Su identificación con la tierra desheredada explica muchas cosas. Esta identificación de Lorca y Picasso con su tierra marginada y pobre será un factor decisi- vo en su postura socialmente comprometida, al lado de las clases bajas y menesterosas. Este fondo común de amor a la tierra y de adhesión a la pobreza es lo que empujará a ambos a ponerse al lado de los necesitados, y en este sentido, es sorprendente la proximidad, por no decir la identidad, de las metáforas con las que expresan este sentimiento. Tanto en Lorca como en Picasso operan la misma transubstanciación: la del amor, que unida a la fuerza que desprende su arte, hacen tam- balear con contundencia los valores establecidos, aunque difieran en cuanto a la dirección o el objetivo que toma esta fuerza, en cuanto al obstáculo que hay que superar: el homosexual uno, el monógamo el otro. Esta concepción desbordante del amor o del erotismo es paralelo al ímpetu creador de ambos; su creación mana por los derroteros de la indefinición, de ahí su rechazo a la rei-
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teración. Son nuevos en cada obra, en cada creación, con la mezcla de metáforas e imágenes donde subyace inconscientemente la religión, el dogma y lo sagrado, que los lleva a un mundo tangible y visceral. Un mundo que se sumerge en lo «marginal», que en el caso de Picasso tiene unas bases bien fundamentadas en la Barcelona de principios de siglo de la mano de artistas como Nonell. En Lorca, la marginalidad hunde sus raíces en la tradición literaria y real que él mismo proclama (del perseguido, del gitano, del negro, del judío...)39 como una derivación ante la marcada tendencia que supone la autoidentificación con su propuesta plástica del clown, arlequín o saltimbanqui en el sentido romántico que proclamaba Baudelaire, de que el actor oculta bajo su triunfo y sus fingidas alegrías, un alma desesperada40. En la transfiguración romántica, el modelo del payaso triste, bufón o arlequín, como el bohemio marinero, el errante gitano o el «malvado» bandolero se convierten en figuras de proyección por antonomasia para el artista moderno, fundiéndose «místi- camente» en un mismo ideal, demostrando una grandeza heroica al sublimar su propia aflicción y su miseria debajo de un sombrero calañés, una gorra «lepanto» o una máscara teatral41.
Lorca tendrá presente al pintor malagueño en sus dibujos de clowns, que esconden una metafísica y especial concepción de la vida y del sueño. Picasso, como Lorca, a través de sus más diver- sos estilos nos está hablando del hombre del siglo XX, de su conciencia dislocada, fragmentada, identificándose con todos y cada uno de ellos en un auténtico ejercicio de universalidad42. Ambos artistas sugieren metafóricamente el circo como un «mundo aparte». Los cuadros de Picasso como los dibujos de Lorca presentan a un artista de circo estático, sin movimiento, fuera de la pista y generalmente sin espectadores. Evitan personalizar y sugerir personajes anónimos, pudiéndose apreciar una clara disociación entre la vida real y la obra plástica. El circo auténtico, el que entre- tiene a niños y mayores, poco tiene que ver con el imaginario circo que presentan nuestros artistas: el de los melancólicos silencios y los personajes estáticos43.
Picasso retomaría en multitud de ocasiones el tema de los clowns, acróbatas y figuras de saltim- banquis de sus primeros años44; un ejemplo fue la serie que dibujó en los años cincuenta editada por su amigo Michel Leiris, bajo el título de Picasso y la comedia humana. Todo este continuo «coqueteo» con el mundo del clown tuvo una especial relevancia en sus colaboraciones como escenógrafo y figurinista para determinadas representaciones teatrales de los «ballets rusos» de Diaghilev, donde su imaginación voló hasta límites insospechados. Son inmortales sus colabo- raciones en Parade, Le Tricorne, Pulcinella o Mercure. También ilustró a Jean Cocteau su libro Le coq et l’arlequin (1918)45. A partir de aquí, Arlequín se convierte en una figura clave de su iconografía. Un mundo que es concebido mediante un pulso espiritual y vibrante que le da fuerza y seguridad en la conformación de sus dibujos46. Los payasos lorquianos aunque débiles y tristes están realizados con el trazo de la decisión, sin titubeos o arrepentimientos, adquiriendo firmeza y pujanza que cuesta ver en su aparente espontaneidad, porque lo que consigue, sobre todo, es una jugosa armonía plástica infiriéndole esa calidad poética que lo aleja del puro capricho.
Picasso y Lorca confluyen estéticamente en este particular mundo en fondo y forma, para ambos artistas los colores consiguen dar a sus obras intensidad y fuerza a la vez que espíritu; la suavidad u opacidad de alguno de estos dibujos a través de las tonalidades contribuyen decisivamente a la
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impresión de tristeza, melancolía o ensimismamiento de los personajes, que en Picasso pueblan la «época azul». La elección del tono está en consonancia con la necesidad de expresar la sensación experimentada ante el desaliento, el dolor o la ambigüedad que muestran sus personajes. La tona- lidad que rodea a los clowns circenses lorquianos o a los pobres y mendigos picassianos, sirven al mismo designio sobriamente expresivo; no es casual que alguna de las obras o «épocas» de Picasso sean denominadas según los tonos dominantes, ya que los colores ayudan a acentuar los propósitos, dar sentido a la obra, y deben ser tenidos en cuenta como las formas en que se integren, pues como ellas sirven para definir plásticamente la emoción. La sensación de melancolía de los clowns no sería tan penetrante si los desvaídos tonos no coadyuvasen a crear el ambiente adecua- do para el nacimiento de la tristeza buscando, a veces, el sentido de la antítesis. Precisamente la pintura de la «época rosa» se halla inscrita en una perspectiva metafísica que es heredera de la tra- dición contenida en el grabado Melancolía I de Durero47. Los dibujos de Lorca producen un cierto sortilegio y hechizo cuando se contemplan, como espíritus que se doblan, el alma y el hombre, la vigilia y el sueño o la vida y la muerte, que reflejan los payasos solitarios o de rostros desdoblados. Poesía visual compartida por dos grandes artistas expresando emociones nacidas más allá de lo comúnmente conocido que en Picasso se manifiesta en la forma, mientras que en Lorca hay que ir
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más allá de lo aparente y sumergirse en un mundo intrínseco fuera de la realidad, repleto de signos y símbolos que ayudan a desenmascarar la auténtica «verdad de las sepulturas».
Estos payasos que Lorca resuelve con cierta simplicidad no exenta de una consciente ingenuidad, con sus estereotipados sombreros cónicos y sus asfixiantes gorgueras de distintos tamaños que suelen tapar los hombros escondiendo la única virilidad que pudiera hacerse visible, reflejan por otro lado un inconsciente regreso a la infancia, de la que tal vez nunca se haya despegado, una infancia fuera de la responsabilidad erótica que da la madurez. Este trauma resulta familiar en sus dramas adolescentes como La carbonerita o Elena; existe también este deseo de inmadurez en los versos dedicados a niños en Libro de poemas o Canciones, que mantendrá en otras obras como el romance que cantan los niños en Mariana Pineda. En una carta escrita a Adriano del Valle en 1918, cuando el poeta cuenta con apenas veinte años, confiesa desesperadamente su deseo de ser siempre niño, mostrando un horror al camino hacia la adultez y a la idea de responsabilizarse; di- cen así unos fragmentos: «... en lo más hondo de mi alma hay un deseo enorme de ser niño, muy pobre, muy escondido. [...]...hago esfuerzos porque me gusten las muñecas de cartón y los trasti- cos de la niñez [...]. Hay que andar porque tenemos que ser viejos y morirnos, pero yo no quiero
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hacerle caso... y, sin embargo, cada día que pasa tengo una idea y una tristeza más. ¡Tristeza del enigma de mi mismo!»48 Este sentimiento confesado en la esplendorosa juventud de los veinte años vivirá para siempre en su interior, una tristeza que no abandonará tampoco en su obra. A dife- rencia del Lorca alegre y dicharachero al que suele asociarlo la mayoría, existe un Federico triste, casi depresivo; y así lo señala su amigo Francisco Ayala, «...era un hombre muy triste, pero con esa tristeza que se procura superar tapándola con explosiones de falsa alegría, de alegría ruidosa. [...]... sabía que esa felicidad era falsa. Porque él, básicamente, era infeliz»49. Esta actitud vital no visible aparentemente en el poeta, este sentimiento de angustia metafísica y erótica, es planteada con rigor en su obra juvenil, convertida en encrucijada que conduce una vez más a la implacable vinculación entre el castigo divino y el amor consumado. Es la terrible tristeza que acompaña a sus clowns, aletargamiento o ensimismamiento, por eso los enmarca en el reino de la melancolía, un lugar de eterna juventud decididamente enmascarada.
Algo de rechazo, en este sentido, es reflejado en sus payasos, rechazo a una sociedad que le repele por violenta, hipócrita, odiosa y despreciable, como manifiesta en la carta a Adriano del Valle: «... En un siglo de zeppelines y de muertes estúpidas, yo sollozo ante mi piano soñando en la bruma haendeliana y hago versos muy míos cantando lo mismo a Cristo que a Buda, que a Mahoma que a Pan»50; o lo que afirma en otros escritos juveniles que destilan un radicalismo social y cierto com- promiso ideológico, abundando hacia una actitud anarquista, típica, por otra parte, de una juventud contestataria, aunque sólo la manifieste interiormente51; así proclamaría el joven Federico: «...el patriotismo es uno de los grandes crímenes de la humanidad, porque de sus senos podridos por el mal surgen los monstruos de la guerra. [...] Por patriotismo nacieron los males de la tierra...»52.
En contraposición surgirá la lánguida placidez de sus dibujos, al menos en el aspecto formal, si bien ya hemos constatado que su interpretación se acerca más a la complejidad de variadas lectu- ras acompañadas de intertextualidad. Esta armonía placentera y pacífica se refleja singularmente en los payasos que portan instrumentos musicales; así el Payaso con una pandereta (1925), re- presenta una figura muy estilizada que apunta más hacia la escenificación de un personaje que interpreta a un prestidigitador que a un clown. Destaca también el más sencillo de ejecución Pa- yaso con guitarra (1925), parecido a su homónimo Payaso con guitarra que encabeza una carta enviada al pintor Benjamín Palencia del mismo año que el anterior; o el más complejo Payaso con acordeón (1926), que desprende un significado más intrínseco y personal, como El paje de la pe- cera (1926) o Leyenda japonesa (1926), que presenta la insustituible gorguera superpuesta sobre el rostro del payaso, como un suave tul en espiral que envuelve la cara emulando una máscara, además de producir un aparente ahogamiento de connotaciones castradoras. Jung interpretaba el ahogamiento, ahorcamiento o la propia asfixia como una tensa expectativa o un deseo no cumpli- do, aquí más bien frustrado; una imagen iconográfica, la del ahorcado o ahogado, que no ha tenido mucho predicamento en la historia del arte, tal vez, por el carácter transgresor de la misma o la prohibición de su uso53.
El rostro del «payaso con acordeón» presenta los habituales ojos de cuencas vacías que prolife- rarán en los dibujos «surrealistas» de años posteriores, pero que en este clown sugieren un lado
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PAYASOS, PIERROTS Y SALTIMBANQUIS: SU DIMENSIÓN AUTOBIOGRÁFICA Y SOCIAL EN PICASSO Y LORCA
inquietante y misterioso, además de suponer una profundización de la figura arlequinesca. La «serie» de payasos-músicos culmina con la monumental figura Payaso (1927), probablemente expuesta en Dalmau; figura de alargadas formas y maneras, que con una guitarra en las manos ocupa casi la totalidad del espacio plástico. De clara filiación picassiana, está envuelto en un azul intenso e irregular, con gruesos muslos feminoides y una falda ondulada de bordados que repe- tirá en sus figuras de arcángeles. Es un clown de ojos tristes y yermos aunque de aguda fuerza expresionista, abierto a un paisaje exento de profundidad que interrumpe una pequeña casa con chimenea que recuerda a las tabernas de marineros de otros dibujos. Preside todo el color amarillo de la luna, como astro nocturno, repetido en otras figuras similares, como el Pierrot lunar, donde la luna adquiere protagonismo, con sus significados tanáticos y castradores, en clave simbólica de lo femenino y cuya vinculación con la muerte se hará característica en la obra futura del poeta y dramaturgo. Como apunta Inés Marful, con la que concluimos, «el símbolo y su homogeneidad intercultural hace referencia a un complejo de realidades últimas —en particular la sexualidad y la muerte— que adquieren, por este medio, un carácter de ‘legibilidad’ más épica que lógica, y, en última instancia, más inocente»54. Lorca estaría en el interregno entre una arqueología simbólica pregnante —el dios padre, la luna madre y una peculiarísima elaboración de signo personal.
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