jueves, 24 de octubre de 2013

Federico García Lorca: Ecce Homo redivivo



Nuestro querido profesor José Luis Plaza Chillón profundiza como pocos en la figura de Lorca.


JOSÉ LUIS PLAZA CHILLÓN //
Eutimio Martín

El quinto evangelio. La proyección de Cristo en Federico García Lorca
Madrid, Aguilar, 2013.
El deseo que tienen algunos seres humanos de contemplarse por medio de la interpretación de su propia imagen, forma parte de los más antiguos impulsos de la humanidad. Por ello, el autorretrato es una de las prácticas artísticas más universales.
En la Historia de la literatura y el arte contemporáneo existen una serie de nombres señeros cuya voluntad les ha llevado a identificarse poéticamente con la imagen de Jesucristo, asumiendo no solo lo que desprende tan emblemática iconografía, sino también aceptando como propia la vida, pasión y muerte del hijo del hombre. Estos artistas introducirán en sus obras, nociones visuales modernas y nuevos soportes que irán desde el clásico lienzo utilizado por los pintores hasta las fotografías manipuladas por los demiurgos de la vanguardia. A través de sus autorretratos construirán un innovador sistema formal e icónico con auténtica vocación de santidad. Del artista-mártir nacido de la tradición romántica (Gauguin, Dix, Schiele…), se pasará al paroxismo doloroso del creador sacrificado en la posmodernidad (David Nebreda, Orlan…).

Paul Gauguin quizás sea, en este sentido, uno de los ejemplos más significativos. En sus autorretratos (Autorretrato con Cristo amarillo, 1889), el pintor francés se expone como un doliente ecce homo, víctima propiciatoria de la modernidad. Su figura manifiesta una enigmática y acendrada melancolía, si bien el furibundo egocentrismo que subyace lo aleja de cualquier idea de sufrimiento y compasión.

Su compatriota Georges Rouault se expresará de la misma manera, si bien los resultados serán radicalmente distintos. El particular estilo que lo caracteriza no obedece tanto a razones estéticas como a su visión crítica de la sociedad. Del mismo modo su apasionada rebeldía le llevará a autorretratarse como Cristo en Cabeza trágica de clown (1904), con el simbolismo religioso que esto conlleva. Sus lienzos son actos de acusación, al mismo tiempo que proclamas de fe. El sentido del drama se descubre en toda su obra. Hay una constante mística en su pintura y en sus numerosos escritos, algunos de ellos poemas, que dice mucho de su compromiso social. Su pesimismo cristiano es hijo de la crisis espiritual de su tiempo. La comprensión, el amor y el reconocimiento de Rouault se dirigen directamente a los hijos del sufrimiento, hacia las víctimas de la injusticia; compone versos y pinta las imágenes de la miseria sin ninguna intención apologética y sin embargo, en sus imágenes hay una fuerza premonitoria, una conmovedora piedad que las eleva a la altura de figuras simbólicas, de doloridos signos de humanidad.
Escribo sobre Rouault, pero a quien estoy refiriéndome es a Federico García Lorca.
Los personajes marginales mostrados por el pintor expresionista francés: payasos, saltimbanquis, obreros, prostitutas…, son los mismos que defiende el poeta granadino; sus gitanos, marineros, clowns y demás personajes oprimidos representan al artista moderno y su exilio, su condición errante e irrisoria, y adquieren especialmente dimensiones reivindicativas en obras como Poeta en Nueva York (1940), donde perseguirá un doble objetivo: la proclama de la homosexualidad como un derecho (Oda a Walt Whitman) y la defensa de los dominados y explotados (los negros) por la sociedad norteamericana.
La concepción de la sociedad como camisa de fuerza es un rasgo fundamental de las vanguardias artísticas. El artista se cubre con el ropaje del culto al genio, reclamando con ello una libertad que no puede ceder. Esa concepción romántica de identificación crística, se extiende por todo el siglo XIX y llega prácticamente hasta nuestros días. Puede rastrearse desde la antigüedad hasta a la revolución francesa, encarnada en el temperamento de figuras como Durero, Parmigianino o Rembrandt, como ha demostrado la historiografía artística alemana (Margot y Rudolf Wittkower, Nacidos bajo el signo de Saturno, 1988).
Los artistas y poetas de la contemporaneidad, como los citados Gauguin o Rouault, pero también otros como Modigliani, Grosz, Nolde, Max Jacob o el propio García Lorca, tienen que dárselas cada vez más de individuos predestinados, elegidos, ocultando su verdadera personalidad bajo una máscara de mártir.
Este sentimiento de la singularidad del artista que está convencido de poseer facultades proféticas, confluye en el reconocimiento de la fragilidad, una disposición emocional que el artista o el poeta comparte con todos sus iguales. El corpus plástico de Lorca está repleto de referencias iconográficas que redundan en la identificación del poeta con Cristo, desde los tristísimos efebos, representados en sus payasos llorosos hasta los deformados rostros de los retratos neoyorquinos, pasando por las estilizadas figuras que representan a San Sebastián, y especialmente en dibujos como Ecce Homo (1927), donde el protagonista recupera esta tradicional imagen de la pasión, transgrediéndola, para transformarla en su propio autorretrato; por no hablar de las múltiples apariciones de peces y panes entendidos como símbolos salvíficos o bíblicos: metáforas crísticas de la eucaristía.
El reputado lorquista Eutimio Martín (Palencia, 1935), catedrático emérito de la universidad de Aix-en-Provence, ha publicado un enjundioso trabajo que en cierta medida resulta un compendio de temas de su larga trayectoria como investigador y crítico en torno a la obra del poeta granadino, y cuyo punto de partida fue su libro, Federico García Lorca: heterodoxo y mártir. Análisis y trayectoria de la obra juvenil inédita (1986), una aportación esencial a la historiografía lorquiana en el todavía aciago panorama crítico de la década de los ochenta del siglo pasado. El mencionado crítico es también autor de El oficio de poeta. Miguel Hernández (2010), monumental reconstrucción de la trayectoria humana y literaria del gran poeta oriolano.
El quinto evangelio. La proyección de Cristo en Federico García Lorca es una obra, cuanto menos, controvertida además de compleja, a la vez que se nos muestra como necesaria al tratarse de un aspecto vagamente estudiado de la obra literaria del dramaturgo, poeta y dibujante de Fuente Vaqueros: la visión mesiánica, cristiana y evangelizadora que contienen sus escritos.
El autor se apropia de las palabras de Federico para realizar una exégesis valiente y muy documentada de los hallazgos poéticos de su obra. Toma como punto de partida sus escritos juveniles donde el andaluz redacta su meta ética y estética, personal y literaria, unida desde un principio a la figura de Jesucristo: Jesús Nazareno que llenaste el mundo de poesía, proclama el granadino.
La tarea fundamental de Lorca será, por tanto, la de reimplantar la figura y la obra de Cristo alejándola de la desvirtuación evangélica a la que fue sometida por la Iglesia a lo largo de la historia, además de intentar conseguir con ello su propio reconocimiento como homosexual. El joven Federico asume la identificación con Cristo y emprende una empresa evangelizadora a través de su obra cuyo propósito final será la actualización de las traicionadas palabras de Jesús por parte de la tradicional doctrina cristiana, y para ello se propone escribir y propagar su propia buena nueva, el quinto evangelio. Con estas bases, la polémica está servida.
El libro se estructura en tres partes fundamentales; la primera abunda con hondura en la juvenilia, especialmente en el teatro y la prosa, cuyo planteamiento conceptual se basa en sus ideas mesiánicas de la literatura. Una segunda parte de alta erudición, donde el autor indaga las fuentes literarias que serán la base de sus propuestas poéticas, desde Cervantes a Antonio Machado, pasando por Unamuno, Juan de la Cruz, Walt Whitman o Platón. Especial atención merece el largo epígrafe que dedica a la presencia divina de Víctor Hugo, sin lugar a duda uno de los hallazgos críticos del libro.
La asociación entre ambos escritores en una común identificación con Cristo y por extensión con todo ser sufriente, lo convierte en su padrino literario. La tercera parte es la más extensa de las tres, profundiza sobre todo en las obras mayores, tanto de su teatro como de su poesía, si bien el análisis del teatro imposible (Así que pasen cinco años, 1938; El público o Comedia sin título, 1978) y la contundente explicación que realiza de la oda Grito hacia Roma, se erigen en apartados transversales de la totalidad del ensayo.
El acercamiento a Mariana Pineda es especialmente significativo. El autor incide en esa elocuente coincidencia entre la figura de Cristo en la cruz y la propia heroína en el cadalso antes de la ejecución, convirtiendo así el poeta a Mariana en imagen canonizada de la mujer en una vertiente liberal y cristiana, enraizando el liberalismo sociopolítico del siglo XIX en un terreno cristológico. Lorca no cejará en su empeño de manifestar la necesidad de una lectura cristiana de la obra dramática para abarcar la profunda autenticidad del personaje que acabará siendo una simbiosis de él mismo. En este sentido puede entenderse también el calvario de Yerma (1937) cuya protagonista se convierte en un ejemplo de rechazo de la esclavitud matrimonial padecida por la mujer cristiana
Federico García Lorca consideró tanto el ejercicio de la poesía como el afán juglaresco con el que impregnó su propia vida (especialmente con el experimento de La Barraca, grupo teatral universitario dirigido por García Lorca y Eduardo Ugarte, con el objetivo de difundir el teatro clásico español del Siglo de Oro por los pueblos de España, entre 1932 y 1937), una puerta abierta a su salvación como hombre. Por este motivo asumió desde muy joven una actitud que podríamos tildar de revolucionaria con carácter religioso, político y social. El granadino no imaginaba el ejercicio de la escritura sin un alcance trascendente de solidaridad universal, de ahí esa dimensión cristiana que aflora en gran parte de su obra, especialmente en El público, donde el homoerotismo se convierte en una especial afirmación sexual, reivindicando la homosexualidad en nombre de Cristo (recuerden la escena del personaje Desnudo rojo).
Eutimio Martín insiste en el mesianismo humanista que subyace en el conjunto de la obra lorquiana. Federico intentará una y otra vez merecer la dignidad de poeta universal, en el sentido humanista de la palabra, paliando con su obra el fracaso de la crucifixión redentora. De ahí que Lorca también se defina como caballero-andante, y así se erige en defensor a ultranza de Cristo contra la iglesia, reivindicando su presencia en la obra cervantina y unamuniana: De Cristo-Jesús fue siempre Don Quijote un fiel discípulo.
García Lorca concluye su quinto evangelio en el momento en que Cristo expira; se produce entonces la ruptura entre el Antiguo y Nuevo Testamento. La falta de compasión de Jehová cede la divinidad al misericordioso Jesucristo, tal y como lo plantea Federico en el poema neoyorquino Nacimiento de Cristo. Terminará con la idea de que la satisfacción de la sexualidad deja de ser un tabú desde el punto de vista religioso; por tanto, el erotismo será sacralizado desde el momento en que Cristo está asociado a la escena primigenia de la humanidad, planteada de manera evidente en la Oda al Santísimo Sacramento del Altar.
El núcleo de esta nueva prédica lo constituye la reivindicación de la libertad sexual en general y de la homosexualidad en particular, y para ello acude a las palabras del nazareno, elaborando una nueva verdad escrita cuyo principal precepto será la fidelidad a sí mismo en el amor al prójimo. La lectura con calco doctrinal de la obra lorquiana puede abrirnos una perspectiva insospechada pero congruente con el objetivo primordial del autor, la proposición al lector de un quinto evangelio.
El evangelio según Federico García Lorca se propone contrarrestar la detestable acción alterada y falsa de la Iglesia y resucitar de nuevo el mesianismo humanista implícito en la primitiva predicación evangélica, siguiendo el mismo recurso expresivo que utilizó Jesús: la parábola.
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