martes, 7 de mayo de 2013

"Clowns y Pierrots" en la Obra de Picasso y García Lorca

Espléndido artículo escrito por nuestro profesor de Expresionismo José Luis Plaza Chillón y publicado por Astrolabium.

Desde aqui nuestras gracias por hacernos partícipes de esta muestra de cultura.

“Clowns” y “pierrots” en la obra de Picasso y García Lorca

JOSÉ LUIS PLAZA CHILLÓN //

El imaginario dibujístico lorquiano y su proyección iconográfica está poblado de figuras masculinas que representan o enmascaran, según se mire, una larga estela de pierrots, saltimbanquis y payasos, que desarrollaría en su obra plástica. Son dibujos de amaneradas figuras que al igual que los gitanos, marineros y demás jóvenes, representan toda una época: los años que van de 1924 a 1928, y que en general, simbolizan un estado sentimental e íntimo que se conjuga perfectamente con su obra dramática y poética. No obstante, este romántico y onírico mundo circense, de marcada melancolía, estará presente en otras obras; sus poemas están poblados con estos personajes, recordemos las decisivas apariciones de arlequines en dramas como El público o Así que pasen cinco años. Esta fascinación del arlequín, payaso o saltimbanqui conecta con el clown como arquetipo. Encontrará su equivalente visual en los cuadros de Picasso, y antes de él, en todo un rico caudal de dibujos y obras que documentan diversas posturas de arlequín y que tienen que ver con la máscara como metáfora o elemento imprescindible de todo arlequín, o del maquillaje del pierrot y del clown.
La iconografía del payaso o saltimbanqui tiene una larga tradición decimonónica, que proveniente del mundo de la commedia dell’arte, recorrerá toda Europa. Confluye esta vieja y popular tradición en el circo, donde lo titiritero y lo puramente teatral se confundirán en una sola unidad. La elección de la imagen del clown no será sólo la elección de un motivo pictórico o poético, sino una forma indirecta y paródica de plantear la cuestión del arte. Este bohemio mundo rodeado de saltimbanquis, arlequines, pierrots, payasos y clowns confluirá en el onírico y melancólico habitáculo del circo; un espacio de comedia y tragedia que fascinaría a poetas, dramaturgos y pintores por igual, desde Stanislavski a Toulouse-Lautrec, pasando por Degas, Seurat, Chagall, Klee o Chaplin. Su defensa en España vino de la mano de Gregorio Martínez Sierra y, sobre todo, de Gómez de la Serna, que llegó a decir que el que más noches de circo tenga en su haber, es el que primero entrará en el reino de los cielos. El circo es por definición, un mundo empapado de literatura, sin literatura, a la cruda luz de una realidad implacable; casi toda su magia se desvanecería, al trasladarse al mundo de las artes plásticas. Un ejemplo de rara fascinación nos lo brinda Martínez Sierra en su desconocida obra Teatro de ensueño, donde sugiere un mundo onírico de sugerencias vagas, cercano a la alucinación cosmopolita de la noche del sábado, pero que esconde en sus entrañas, la tristeza profunda de los payasos, tan acertadamente plasmada por Picasso o Rouault. Ambos trazarán un camino poético que culminará con los payasos lorquianos; sus personajes marginales se orientarán hacia una preocupación de la realidad social: prostitutas, gentes de circo y de la commedia dell’arte convertidos en los desplazados o excluidos, símbolos de la protesta social y del contrapoder de los artistas, representando la inmensa soledad y marginalidad que conlleva la vida errabunda, que en el caso de Rouault invocan directamente al sufrimiento de Cristo; impregnando a sus personajes una inmensa tristeza y una profunda piedad; y describiendo la dialéctica entre la existencia y la apariencia, además de la condición humana en el escenario del mundo. Lorca recogería el testigo poético del clown triste que codificó Rouault, convirtiéndolo en un críptico autorretrato manifestado también en los dibujos dedicados a los nómadas gitanos y bandoleros.  Es decisiva la influencia que el romanticismo, el decadentismo y el simbolismo supusieron para muchos artistas de la vanguardia europea, sobre todo, en el modo de entender la vida, la defensa del malditismo (Barbey d`Aurevilly) del mal vivir del poeta que se manifestaba en el dandi (Baudelaire), la máscara o el clown. El dandismo y por extensión el clownismo suponían el enmascaramiento del artista que escondía su dolor y más íntimo “yo” detrás de la aparente serenidad de una máscara, ya fuera artificial, o simplemente maquillada como la que abunda en los payasos lorquianos. El dibujo del ejemplar del Romancero gitano dedicado a Félix Lizaso (1930), y que titula Poema de la dolorosa (impresión), representa al personaje con una máscara en la mano derecha evidenciando su tristeza, mientras él mismo queda envuelto en un halo fantasmal de magia y de muerte, acuciado por la enorme y asfixiante gorguera que envuelve su cuello y un pálido rostro de ojos vacíos. Lorca adopta un recurso romántico y decadentista para la creación de estas obras tan personales, jugando con la  idea propia de sinceridad frente a lo que siente en su interior. Con estas melancólicas y tristes figuras, Federico expresará una lucha interior que se manifestará entre la realidad y la ilusión, entre la razón y la intuición, entre lo que se permite o puede expresar y lo que realmente oculta, al modo de los simbolistas (Mallarmé, Moreau o Puvis de Chavannes). Destaca el sutil estilismo de Lorca en estos dibujos, creando frágiles contornos y nimios perfiles, a veces superpuestos o doblados, antes que atreverse a expresar sin pudor su propia presencia desnuda, y por tanto erótica y homosexual, lo que supondría una crudeza demasiado evidente. Algunas de sus creaciones como Payaso de rostro que se desdoblo (1936) o Cabeza desdoblada de Pierrot (1932), donde el payaso se desdobla llorando con gigantes gotas de lágrimas y una enorme gorguera que ahoga a los dos rostros, repite la misma iconografía que en Payaso del rostro desdoblado (1933). En esta serie de rostros de arlequines desdoblados llorando, la versión más compleja es Payaso de rostro desdoblado y cáliz (1927), y cuya alusión cristológica se evidencia en uno de los rostros desdoblados que llora sus lágrimas de color rojo, tal vez, sangre vertida sobre el cáliz, un ejemplo de trasuntos significativos, que confluyen de manera magistral: cáliz, lágrimas, sangre, gorguera, payaso, Lorca, Cristo, cuyo rostro dormido (muerto, quizá) llora con sangre su más honda pasión. Los rostros se manifiestan como las clásicas máscaras de la tragedia y la comedia que lloran y sonríen yaciendo de lado a lado; son como el teatro guiñolesco que comienza siempre en burla y acaba en tragedia desnudando su evidencia. Este discurso es una derivación ante la marcada tendencia que supone la autoidentificación del poeta granadino con su propuesta plástica y poética del clown, arlequín o saltimbanqui en el sentido romántico que proclamaba Baudelaire, de que el actor oculta bajo su triunfo y sus fingidas alegrías, un alma desesperada. En la transfiguración romántica, el modelo del payaso triste, bufón o arlequín se convierte en una figura de proyección por antonomasia para el artista moderno, fundiéndose “místicamente” en un mismo ideal, demostrando una grandeza heroica al sublimar su propia aflicción y su miseria tras una máscara teatral.
La difusión estética del clownismo en España será llevada a cabo por el pintor uruguayo Rafael Pérez Barradas. La capacidad de atracción del Barradas “clownista” ha sido más trascendente y comentada, y ello por implicar directamente a Lorca y Dalí. Bien pudiera ser el “clownismo” de Dalí y Lorca un asunto “privado”; si no es que la insistencia de ambos en representar los propios rostros, o rostros de careta carnavalesca en mueca trágica, tuviera un sentido críptico difícil de desvelar. Aunque parece evidente que el “clownismo” llega a Lorca a través de Barradas; el hecho de que el pintor uruguayo realizara al menos dos o tres retratos del poeta probablemente esté el origen de lo que años más tarde serían sus propios autorretratos de Nueva York. Los clowns lorquianos no muestran una gran variedad iconográfica, los modelos suelen aparecer repetidos con la modificación de algún atributo, afirmándose desde 1924 cuando traza Payaso con copa en la mano, de marcado “ingenuismo”, pero que significa el punto de partida de una larga serie de figuras “clownistas” que irán madurando para convertirse en complejos y metafóricos discursos iconográficos; aparece por primera vez el cristológico / dionisiaco atributo de la copa en la mano derecha, dominado todo por un suave tono pastel, hasta su definición en 1926, donde abundan payasos asociados al tradicional mundo del circo o se representan como músicos con sus propios instrumentos, ya sea una pandereta, guitarra o el nostálgico acordeón. Tanto unos como otros suelen derivar de la tradición simbolista francesa que sería recogida acertadamente por Picasso “rosa” y “azul”. Así, Payaso sobre la pista de circo (1925), es mostrado en plena faena circense junto a otras dos pequeñas figuras también a modo de clowns que están al fondo junto a un trapecio; pese a la evidente y carente soltura técnica de estos primeros dibujos “clownistas”, Payaso sobre pista de circo, contiene una solapada quietud lírica haciéndolo aún más triste, tal vez, demasiado melancólico, cuya exagerada gorguera azul que rodea el ampuloso cuello, lo asemeja al Payaso del guante (1925), insistiendo nuevamente en el tema del guante. Se aproximan ambos a una interpretación formal del bodegón postimpresionista, asociado a hombres “débiles”, alejándolos de la transgresión impresa por algunos pintores del XIX, como los habituales bebedores de ajenjo de Manet o Toulouse-Lautrec. El dibujo Claro de circo (1927), probablemente expuesto en la exposición individual del poeta realizada en la galerías Dalamau de Barcelona ese mismo año, resulta de una complejidad mayor en cuanto a realización e iconografía, porque si bien vuelve aparecer el payaso, lo hace de manera secundaria y situado al fondo, delante de un visible circo ambulante. Estos últimos dibujos de clowns llevan, sin duda, el “estigma” picassiano, no sólo por la influyente iconografía que los crea, sino porque la composición y forma de los mismos homenajean sin remilgos al genial malagueño, buscando el máximo rendimiento con pocos elementos reservados. No es una coincidencia que Picasso también expusiera en las galerías Dalmau algunos años antes (1912), donde reunió una serie de obras de su etapa “azul”, cuyo marcado esteticismo tuvo que ver bastante con todo este mundo de acendrada melancolía cercana a la plástica del noucentisme catalán.
Picasso “azul” será definitivo en la codificación temática del clown lorquiano, no sólo por la forma que venía dada y el predominio del color que define esta etapa, sino por las actitudes dolientes y sufridas de la mayor parte de sus personajes; la forma de sus alargadas figuras que recuerdan a las del Greco, contribuye especialmente al propósito de la emotividad. Sobriedad y dramatismo, un mundo de seres resignados y lastimosos que parecen soportar su situación con una fatalidad implacable. Observando la obra de estos años es evidente que Picasso fue seducido en un primer momento por la imagen pictórica y literaria del payaso-víctima, alejándose de la codificación del saltimbanqui “dandi” de Baudelaire, y acercándose más a una idea del arlequín triste y trágico que proclamaba Apollinaire, cuya vinculación con el reino de la muerte, no es sino la anticipación alegórica que anuncia la verdadera consumación del amor; una conexión vindicada también por María Zambrano, uniéndolo metafísicamente al trágico mundo lorquiano. Pintura sobria, penetrante e intencionadamente expresiva que continuará en su etapa “rosa”, precedida por el conocimiento que le proporcionarán los fauves, apartándose de una actitud dramática y triste, a otra más dinámica y alegre, donde el predominio de las escenas de circo se hace preponderante, aunque ahora las figuras aparezcan con placidez y serenidad. Antes de pintar Las señoritas de Avinyò, Picasso se había mantenido al margen de las corrientes vanguardistas; cuando llega a París en 1901, no se dejó cautivar por los brillantes colores de los impresionistas; y Cezanne hasta 1904, era casi un desconocido para él. En cambio, le interesa Degas por su inquieta búsqueda plástico-dibujística y, mucho más, Toulouse-Lautrec por su penetrante espíritu de crítica social; pero quizá más que nadie le gusta Puvis de Chavannes por su clasicismo elegíaco y por la gran serenidad de sus grandes obras ornamentales en las composiciones en las que volatineros y saltimbanquis son los protagonistas de las pinturas de estos años, haciéndose eco de esa referencia a la iconografía clásica, a la vez que ponen de manifiesto la búsqueda de una modernidad sin paliativos. Pondrá su poderoso talento al servicio de los pobres, pintará grandes cuadros para exaltar la nobleza e, incluso, su belleza; cantará así su desprecio de hidalgo vergonzante por la fealdad moral de la rica burguesía. Por razones ideológicas más que estéticas rechazaba, por burgueses, los pequeños placeres del impresionismo y lo pintaba todo azul o rosa, convirtiéndolo en un hecho intelectual, significando a la familia en el centro de sus composiciones, que bajo la escenografía del mundo del circo se convierte en el símbolo del aislamiento, la incomunicación y el sufrimiento humano; así compondrá Los saltimbanquis (1905), que resume por sí sola todo el espíritu de esta época, después de una gran cantidad de aproximaciones a través de bocetos y dibujos.
Pero la relación Lorca-Picasso no debemos reducirla a lo meramente estético, hay que señalar otros motivos, como el hecho de que los dos conocieron una Andalucía degradada, postergada, aunque no exenta de humanidad, y a ambos esta visión de la tierra pobre les afectó profundamente y les hizo reaccionar a favor de ella. Esta identificación de Lorca y Picasso con su tierra marginada, desheredada y pobre será un factor decisivo en su postura socialmente comprometida, al lado de las clases bajas y menesterosas. Este fondo común de amor a la tierra y de adhesión a la pobreza es lo que empujará a ambos a ponerse al lado de los necesitados, y en este sentido, es sorprendente la proximidad de las metáforas con las que expresan este sentimiento. Tanto en Lorca como en Picasso operan la misma transubstanciación: la del amor, que unida a la fuerza que desprende su arte, hacen tambalear con contundencia los valores establecidos, aunque difieran en cuanto a la dirección o el objetivo que toma esta fuerza, en cuanto al obstáculo que hay que superar: el homosexual uno, el monógamo el otro. Esta concepción desbordante del amor o del erotismo es paralelo al ímpetu creador de ambos; su creación mana por los derroteros de la indefinición, de ahí su rechazo a la reiteración, son nuevos en cada obra, en cada creación. Emana ese concepto de arte comprometido, con la tierra y por extensión con los hombres de la tierra que esperan todavía alguna forma de redención, una tierra andaluza que les duele, como les duelen la representación de unos personajes que sufren en su composición. En ambos existe una especie de sincretismo andaluz tamizado de surrealismo, con la mezcla de metáforas e imágenes donde subyace inconscientemente la religión, el dogma y lo sagrado, que los lleva a un mundo tangible y visceral. Lorca tendrá presente al pintor malagueño en sus dibujos de clowns, que esconden una metafísica y especial concepción de la vida y del sueño. Picasso, como Lorca, a través de sus más diversos estilos nos está hablando del hombre del siglo XX, de su conciencia dislocada, fragmentada, identificándose con todos y cada uno de ellos, en un auténtico ejercicio de universalidad. Ambos artistas sugieren metafóricamente el circo como un “mundo aparte”. Los cuadros de Picasso como los dibujos de Lorca presentan a un artista de circo estático, sin movimiento, fuera de la pista y generalmente sin espectadores, evitando personalizar y sugiriendo personajes anónimos, pudiéndose apreciar, de esta manera, una clara disociación entre la vida real y la obra plástica; por tanto, el circo auténtico, el que entretiene a niños y mayores, poco tiene que ver con el imaginario circo que presentan nuestros artistas: el de los melancólicos silencios y los personajes estáticos.
Picasso y Lorca confluyen estéticamente en este particular mundo en fondo y forma, para ambos artistas los colores consiguen dar a sus obras intensidad y fuerza a la vez que espíritu; la suavidad u opacidad de alguno de estos dibujos a través de las tonalidades contribuyen decisivamente a la impresión de tristeza, melancolía o ensimismamiento de los personajes que en Picasso pueblan la “época azul”. La elección del tono está con consonancia con la necesidad de expresar la sensación experimentada ante el desaliento, el dolor o la ambigüedad que muestran sus personajes; la tonalidad que rodea a los clowns circenses lorquianos o a los pobres y mendigos picassianos, sirven al mismo designio sobriamente expresivo, no es casual que las “épocas” de Picasso sean denominadas según los tonos dominantes, ya que los colores ayudan a acentuar los propósitos, dar sentido a la obra, y deben ser tenidos en cuenta como las formas en que se integren, pues como ellas sirven para definir plásticamente la emoción. La sensación de melancolía de los clowns no sería tan penetrante si los desvaídos tonos no coadyuvasen a crear el ambiente adecuado para el nacimiento de la tristeza, buscando, a veces, el sentido de la antítesis. Los dibujos de Lorca producen un cierto sortilegio y hechizo cuando se contemplan, como espíritus que se doblan, el alma y el hombre, la vigilia y el sueño o la vida y la muerte, que reflejan los payasos solitarios o de rostros desdoblados. Poesía visual compartida por dos grandes artistas expresando emociones nacidas más allá de lo comúnmente conocido, que en Picasso se manifiesta en la forma, ante todo, mientras que Lorca hay que ir más allá de lo aparente y sumergirse en un mundo intrínseco fuera de la realidad, repleto de signos y símbolos que ayudan a desenmascarar la auténtica “verdad de las sepulturas”. Estos payasos que Lorca resuelve con cierta simplicidad, con sus estereotipados sombreros cónicos y sus asfixiantes gorgueras que suelen tapar los hombros escondiendo la única virilidad que pudiera hacerse visible, reflejan un inconsciente regreso a la infancia, de la que tal vez nunca se haya despegado, una infancia fuera de la responsabilidad erótica que da la madurez. Una profunda tristeza acompaña siempre a sus clowns: aletargamiento o ensimismamiento, por eso los enmarca en el reino de la melancolía, un lugar de eterna juventud decididamente enmascarada y asociada directamente a la homosexualidad.
Observamos a la vez una armonía placentera y pacífica reflejada singularmente en los payasos que portan instrumentos musicales,  como el Payaso con una pandereta (1925), Payaso con guitarra (1925) o Payaso con acordeón (1926), entre otros. Esta “serie” de payasos-músicos culminará con la monumental figura Payaso (1927), figura de alargadas formas y maneras, que con una guitarra en las manos ocupa casi la totalidad del espacio plástico; de clara filiación picassiana, está envuelto en un azul intenso e irregular, con gruesos muslos andróginos, y una falda ondulada de bordados que repetirá en sus figuras de arcángeles. Es un clown de ojos tristes y yermos aunque de aguda fuerza expresionista, abierto a un paisaje exento de profundidad que interrumpe una pequeña casa que recuerda a las tabernas de marineros de otros dibujos, presidido todo por el color amarillo de la luna, como astro nocturno, repetido en otras figuras como el Pierrot lunar, donde la luna adquiere protagonismo, con sus significados tanáticos y castradores, en clave simbólica de lo femenino y cuya vinculación con la muerte se hará característica en la obra futura del poeta y dramaturgo granadino.
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1 comentario:

  1. Solo una pequeña muestra de lo que "nuestro profesor" es capaz.

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