Este año hemos empezado nuestras tertulias
con un Premio Nóbel, esta vez un británico de origen japonés que ha puesto a
prueba nuestra flexibilidad ficcionaria, nuestro sentido del humor, nuestra
mochila literaria y nuestro fuelle cinematográfico. A la par, nos ha servido
una obra que lidia con la identidad, la verdad, la realidad, la subjetividad,
el tiempo, la memoria, los anclajes del humano, la historia, la política
internacional y la capacidad crítica.
Por más que todas las tertulianas pudimos
leer con cierta facilidad la obra, pues es de sencilla redacción, no todas
disfrutamos con la misma intensidad de sus juegos entre la maleabilidad y la
verosimilitud que el autor lleva a límites jazzianos, al límite de la desafinación.
De esta forma, hubo quién apreció la primera parte y encontró increíble la
segunda, casi ridícula, en la que un detective se adentra en las trincheras de
la guerra chino-japonesa para buscar a sus padres como si buscara al Soldado
Ryan, mención cinematográfica, no en vano esta parte parece propia para ser
grabada en un plano secuencia.
Para otras compañeras, el límite de la
ficción lo pone el autor, ¿es más creíble la sociedad de la novela “Never Let
Me Go” del mismo Ishiguro? que en realidad es una distopía en la que se crían clones
de personas, como animales, para que sus órganos sean utilizados como repuestos.
Al igual que el jazz no gusta a todo el
mundo o todo el jazz no gusta a todos, este estirar lo verosímil importunó a algunas
participantes que, sin embargo, no dejaron de disfrutar de otras virtudes de la
obra.
El
juego de Ishiguru empieza cuando nos vende una novela protagonizada por un
detective, para darnos cuenta de que, los casos que resuelve y que le dan fama,
no son en absoluto importantes para la narración. De tal forma que, como Marcel
Proust en lo que se empeña es en evocar la memoria, olores, colores, emociones
ante estímulos que conforman la identidad del protagonista. Las asistentes apreciaron
el estilo descriptivo de los ambientes colonialistas, los británicos incluso
los japoneses, con viajes al pasado constantes. Eso sí, la traducción de Jesús
Zulaika es mejorable a ojos vista, no hay más que leer la traducción de “sacos
terrales” en vez de sacos de tierra para las trincheras, traiciones del
bilingüismo.
El hecho de que la obra esté escrita en
primera persona nos ha llevado por el camino de la arbitrariedad, en la
conciencia de que la verdad, de una forma exagerada y palpitante es subjetiva.
Todo lo que conocemos de la historia es a través de Christopher Banks, pasado
por el tamiz de la memoria, las emociones y de la observación de un niño, luego
un adulto, que tiene su bagaje personal, social y cultural, la Posverdad ha
existido siempre. El autor nos pone ante la realidad de que este niño ha sido
huérfano, sin anclajes, ávido de estar “bien relacionado”, como nos advirtió
una socia, inseguro por carecer del respaldo que dan unos padres colocados de
antemano en la cancha de juego.
Cuando acabamos la reunión nos quedamos con
la sensación de que el escritor había estado homenajeando a sus maestros
literarios, su diálogo interior recorre la obra como el Dublín de Joyce y Conan
Doyle acomete la nota al borde del desafine, muy kafkiano, a través de la lupa
que el protagonista usa para examinar el cadáver de un japonés-tipo en el campo
de batalla.
Igualmente encontramos una mención a la
invisibilidad de la mujer en la historia, la madre de Banks es una activista,
una fémina preocupada por las consecuencias del colonialismo buitre, el que
extrae riquezas de los países ocupados sin sopesar las consecuencias de su
intervención, como si el colonizado no fuese una persona de pleno derecho,
porque la supuesta superioridad permite modificar las costumbres de un pueblo y
tras dejarlo vacío o confundido en valores, permite que se degrade consumiendo
su existencia pegado a una pipa de opio.
Pero, por más que la madre de Christopher fue
una de las iniciadoras, la que convenció a muchísimas otras personas de las
colonias, incluido su marido, del daño que se le estaba infringiendo a la sociedad
China con el comercio de opio realizado por las compañías para las que
trabajaban sus familias, nunca fue reconocida, de hecho, de aparecer alguien en
alguna hemeroteca, el que lo hizo fue el responsable de la desaparición de su
madre, “ La Serpiente Amarilla”, el tío Philip un traidor que como todos los
seres humanos, descubrimos tras discutirlo en tertulia que no es tan claramente
malo.
Esta es también una novela que surfea por
la evolución del ser humano y como alguna socia observó, el autor pone el peso
en la infancia y juventud del hombre para, como Paul Auster en “4321”, demostrarnos
que son las etapas evolutivas del ser humano más importante para la memoria y
para la formación del carácter. También vemos que es inherente al ser humano
tener un apego desmesurado a los padres en la infancia, un desapego incluso
violento en la juventud y que con la madurez se regresa a los padres, no tanto
a su dependencia, si no a una nueva imagen llena de ternura, admiración, indulgencia,
benevolencia y comprensión. Esto ocurre si se tiene un desarrollo sano, si el
desarrollo es patológico, el rencor, la falta de empatía, el odio que
autolesiona y la falta de perdón nos convierten en seres muy desgraciados como
algún ejemplo que se puso en la tertulia que mejor no repetir, porque como reconocimos,
lo más cercano a la felicidad es la serenidad, la aceptación y el equilibrio.
El protagonista tiene un amigo de origen
japonés y a través de su relación hemos coincidido en que en la obra se produce
un choque de culturas, la japonesa, la británica y la china, que la distancia
entre la flema inglesa, la inquietante ceremonialidad japonesa y la discreta
disciplina china es como de otro planeta y que quizás es importante, así lo dice
el tío Philip, es su lado bueno, el mestizaje es importante, la amalgama sería
importante para evitar conflictos, la convergencia y la posibilidad del respeto
a la diferencia nos evitaría problemas de otredad, los que nos hacen reaccionar
con cierta agresividad ante el miedo a lo distinto. Nos pareció memorable la
frase: “los lamentos ante la muerte de un chino o de un japonés son los mismos”.
Los personajes, apreciamos que están bien
definidos, que son necesarios para la historia y que el protagonista no acaba
de parecernos una persona madura, quizás por su orfandad, por un desapego
madrugador y traumático. Una socia nos hizo ver que incluso la trepa de Sara
puede ser la redención de un protagonista que no acaba de quedar bien definido,
ni siquiera en sus posiciones amatorias. También fue digna de mención la ilación
del escritor que no abandona un personaje y cuando se piensa que nos va a dejar
con un cabo suelto, nos contradice y vuelve a resurgir la pequeña Jennipher o el tío Philip.
En fin, en líneas generales la obra nos ha
gustado, aunque alguna tertuliana esperaba más de un Nóbel, es fácil de leer,
pero no de asimilar, tiene varias capas en las que uno puede quedar abatido por
la incredulidad, aunque si el lector se sumerge en el juego de Ishiguro merece la pena porque el autor “nos dice mucho”.
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